Exploración del Río Villegas o cómo mandarse mil cagadas una atrás de otra

Nos encontraríamos seis y media de la mañana en la biblioteca. A diferencia del otro grupo, con el que solemos encontrarnos en el correo. Aunque para no faltar a la verdad, con el grupo del correo nos solemos juntar en el banco de la biblioteca y con el de la biblioteca nos encontramos en la puerta del correo. Sí, ok, quedan uno al lado del otro y algunos de los participantes vienen de un mismo grupo original, aunque hoy pareciera que los que les gusta el “correo” se fueron para el grupo verde (de botánicos y viveristas) y los que prefieren “biblioteca” se quedaron en el antiguo grupo de montaña. Fuere el que fuere, eran las seis y media de la mañana y yo estaba ahí, entre la biblioteca y el correo, intentando comprender cómo un grupo de montaña podía quedar en encontrarse entre lo más patético del viernes a la noche, es decir, de los más asquerosos vestigios humanos que riegan el suelo de El Bolsón, vehículos ultra tuneados haciendo picadas grosísimas y muchísimos seres intentando volver caminando a su casa sin poder mantener una línea recta.

Llegué primero. Había estacionado mi auto a media cuadra y fui caminando hasta el punto de encuentro. Minutos más tarde, llegó el primer compañero, lo reconocí por su auto. Estacionó, bajó y nos saludamos.  A los pocos minutos vino una persona para averiguar si éramos los amigos de dos tipos a los que no conocíamos. Según él habían quedado ahí a las seis y media para un día de trekking pero no reconociendo los nombres, imaginamos que serían de otro grupo. No sería la primera vez que coincidiríamos en hora y lugar así que no lo descarté como posibilidad. Pero mientras le contábamos esto nos preguntó a dónde íbamos y rápidamente descubrimos que nuestro destino sería el mismo así que, por ende, sería compañero nuestro. Nos contó que es viajante de comercio, que por un solo día estaría en El Bolsón y que había pensado subir al Piltriquitrón pero, al escuchar las intenciones de nuestro viaje, no pudo resistirse y se enganchó aunque no conociera a nadie directamente. A los cinco minutos llegaron dos más. Más tarde el amigo que me había invitado. No tardó en unirse un borracho, subido a una bici, que se presentó diciendo que era amigo de Willy. Nadie conocía a Willy ni al borracho ni a la bici. Finalmente llegaron los dos que faltaban. Ya estábamos todos, los ocho más el amigo de Willy, así que nos despedimos de éste y nos subimos a los coches rumbo a Villegas.

No nos llevó mucho más de media hora llegar hasta el puesto de Gendarmería. La idea era dejar los autos estacionados ahí, luego hablar con los gendarmes avisándoles lo que íbamos a hacer y más tarde subirnos al Vía Bariloche que había salido a las siete desde El Bolsón y que pasaría por ahí a las ocho menos cuarto. Pero mientras estacionábamos vimos que estaban todas las cortinas cerradas y las luces apagadas. No había nada de vida. Dejamos los autos y, muertos de frío, nos fuimos acercando a la parada del colectivo. No se nos dio por despertar a los Gendarmes y como uno de los participantes había dicho que siempre dejaban los autos ahí, nos pareció que no habría problema. Quince minutos más tarde, entre chistes, fotos y frío llegó el ómnibus que iba rumbo a Bariloche pero con el que, nosotros, sólo recorreríamos unos pocos kilómetros, pasando el Cañadón de la Mosca y bajándonos en la entrada del camino por el que se accede al Lago Steffen. Así que no duró mucho la calidez del transporte para volver a enfrentarnos con el frío de aquella madrugada de mediados de marzo. Fecha elegida adrede porque todavía no debería estar tan frío durante todo el día y porque el nivel del río seguía bajo, lo que nos permitiría vadearlo fácilmente.

Así como descendimos del colectivo comenzamos el acercamiento al río por una huella para vehículos que rápidamente se convierte en una senda sólo para caminantes. Ya había recorrido este tramo otras veces, sabía que en pocos metros revelaría un lugar de profunda belleza, un recodo del Río Villegas entre una pared de piedra y un bosque de inmensos coihues con muchos rastros de pescadores y visitantes que han pasado durante el verano.

Ni bien llegamos al río bajamos las mochilas y nos preparamos para la caminata que se avecinaba. Pantalones cortos o malla, zapatillas apropiadas para caminar por el río, guardar en bolsas lo que tuviera que alejarse del agua, ajustarse todo… En mi caso, siendo fotógrafo, mi mochila suele ser pesada y repleta de equipo fotográfico, lo que me lleva a elegir muy bien el resto del equipo pues suelo arrancar ya con mucho más peso que el resto de los participantes. Eso quiere decir que lo único que hice fue sacarle la parte de abajo a mis pantalones de trekking y dejarlos como bermudas. Sólo tenía un par de botas conmigo, las medias, estas bermudas, remera, un polar y arriba un chaleco abrigado. En la mochila cargaba una cámara con un lente gran angular y un súper teleobjetivo por si nos cruzábamos con fauna típica de un lugar fluvial, ya sea pato de torrente o algún tipo de visón…

Uno de mis compañeros me mostró los mapas donde tenía impreso el recorrido planeado, es decir y que era recorrer el río Villegas desde esta bajada en el Steffen hasta la Gendarmería en la ruta 40, lugar donde el río atraviesa la ruta. Otro compañero prendió su gps en el reloj para que calcule la distancia que íbamos caminando y yo activé el gps del celu para poder llevar el geoposicionamiento para las fotografías que tomara y, por otro lado, para grabar el recorrido en Wikiloc con la idea de compartirlo al regresar a casa. No había encontrado ninguno en el sitio de Wikiloc, ya que quería darme una idea de tiempos, pero no había nada, así que me pareció interesante grabar uno para poder subir.

Estábamos listos, así que rápidamente partimos. Eran las ocho y media de la mañana y aunque ya había luz diurna el sol no se asomaba todavía en este río tan cerrado; tardaría mucho en hacerlo aún. Tomamos la margen derecha y caminando entre piedras empezamos a recorrerlo. No habremos avanzado más de doscientos metros cuando encontramos la primera traba, un tronco caído cruzaba toda la playa. Subimos, esquivamos y seguimos bordeando. Siempre intentando no mojarnos o esquivando árboles de la orilla. Adelantábamos lentamente, intentando mantenernos secos el mayor tiempo posible, hasta que uno de los de más experiencia se cansó, se mandó derecho al medio del río y empezó a caminar por ahí. Buena decisión. Necesitábamos alguno que haga punta, así que lo seguimos todos. El primer paso se sintió frío, también el segundo, el tercero y el décimo, hasta que entró el agua dentro del calzado, y la cosa se puso fría y húmeda. Pero estaba calculado, con agua hasta las rodillas no hay calzado que aguante sabíamos que sería así, íbamos a eso. Por eso no llevábamos calzado impermeable sino el agua no saldría y lo que nosotros necesitábamos era lo opuesto, que saliera. Casi todos caminábamos ayudándonos con algún tipo de bastón, pues éste aumenta muchísimo la estabilidad en el cruce, sobre todo en el momento en que se levanta uno de los pies, pues al quedar con un solo pie apoyado la corriente del río puede voltearte. Con un bastón, en cambio,  siempre hay dos apoyos firmes mientras se libera el tercero, ya sea uno de los pies o el bastón, pero cuidando de encontrar firmeza en el suelo antes de seguir avanzando y aflojar el siguiente. Para tal efecto decidí llevar un monopié o monópode, artilugio que podría describirse como un trípode pero de una pata sola, con cabezal para poder montar la cámara encima. Sabía que me sería más efectivo un trípode para las fotografías, pero tenía dos grandes contaras: pesaría y debería llevar un bastón para estabilizarme. Con el monopié podía resolver ambas situaciones, aunque no sea tan efectivo fotográficamente pero imaginé que en una caminata que pintaba larga no habría tiempo ni paciencia por parte de mis compañeros para que pensara la foto, plantara el trípode, calculara el horizonte, la luz, etc… Supuse que cualquier fotografía estable que pudiera hacer sería un regalo, así que debía resolverla rápidamente y lo mejor posible. Inmediatamente noté que llevar el monopié fue una buena decisión, me sostenía de maravilla, era cómodo y a la vez útil para fotografiar a las primeras horas de la mañana donde no podría conseguir sino una fotografía definida con tan poca luz ambiente.

Salimos del río por la orilla de enfrente y al poco rato volvimos a la primera y nuevamente a la de enfrente. Constantemente cambiábamos de orilla, la que estuviera mejor, la más despejada porque, como casi todos los ríos de montaña, de un lado suelen tener pared y del otro orilla, salvo que vayan muy rectos donde puede haber orilla de los dos lados o al contrario, absolutamente encajonados donde ocurre exactamente lo contrario, son dos paredes y ningún lugar donde pisar que no sea dentro del rió y que no garantiza un paso sin mojarse.

Pero por suerte no era así y fuimos avanzando. Sacando fotos, mirando el paisaje paradisíaco que se exhibía ante nosotros. No tardaron en desaparecer los vestigios de humanidad quedando solo nosotros con el paisaje. Pequeñas cascadas embellecían algunos tramos del río, obligándonos a buscar alternativas para superarlas, volviendo al último tramo donde podríamos vadear si era eso lo que necesitábamos. Todo venía en orden, controlado, hasta que cayó el primer hombre. Un mal paso le llevó el agua hasta el ombligo solamente, pero en el momento nos asustó un poco temiendo un golpe peor. No pasó nada por suerte y continuamos.

Pasada la primera hora, encontramos una traba más seria, es decir, paredes de los dos lados y sin ningún paso para superarlo, así que lo salteamos subiendo por una de las orillas, entre plantas para bajar del otro lado. Nos llevó unos veinte minutos como mucho y la combinación de botas mojadas con arena, piedras y hojas convirtió nuestros pies en una especie de milanesa horrorosa, decorada cual napolitana con abrojos de todo tipo.
Y volvimos al río, el barro se esfumó instantáneamente, los abrojos no. Y continuamos. Sin descansar, pegándole parejo, a buen tranco aunque no tan rápido como habíamos pensado que caminaríamos. Y pasaron dos, tres horas más. Los paisajes explotaban de bellos, un río hermoso y virgen seguía descubriéndose a cada paso. En un pequeño descanso, a cuatro horas de caminar, miré mi celular y horrorizado constaté que no habíamos avanzado ni un veinte por ciento del camino planeado. Extrañado, lo consulté con mis compañeros, pero como el gps de otro había marcado casi cinco kilómetros de un total de dieciséis calculados, lo dejaron pasar. Yo, en cambio, no quedé muy convencido.

Seguimos vadeando, avanzando, subiendo y bajando. Finalmente llegó el sol para darnos un descanso del frío mañanero agudizado por el agua helada en los pies ya que en estos vadeos si uno no cuenta con el equipo correcto (como desde ya era mi caso) los pies se enfrían mucho, y cuando el vadeo es largo, duelen un poquito. Sin embargo, no es esto lo grave ya que como uno sigue caminando, lentamente recuperan su temperatura. No, el problema era que los pies fríos pierden la sensibilidad y no se sienten las piedras de la orilla, con lo que aquella famosa agilidad que recordaba tener al caminar y saltar por las piedras de Mar del Plata en mis años mozos, no sólo disminuyó por los treinta años transcurridos, sino porque al no sentir los dedos de los pies, no podía darme una idea de qué estaba pisando, cuándo hacer la fuerza, y si ésta era la correcta o no, si estaba pisando con un pedazo de pie o solo con los dedos más pequeños… Así que había que ser muy cuidadoso para no mandarse cagadas serias entre las piedras.

A las dos paramos a almorzar. Habíamos atrasado el horario de la comida porque vimos que veníamos muy lento y no queríamos perder tiempo. Seis kilómetros y medio acusaba el gps de mi compañero, casi la mitad según la distancia calculada en la computadora. Sin embargo, mi mapa marcaba recorrido sólo un tercio del camino recién. Lo mostré pero no hubo demasiado eco. Y siendo nuevo en el grupo y no tan experimentado como la mitad de mis compañeros, preferí quedarme callado. Aunque mi humor comenzó a decaer. Como la salida estaba planeada para ser sólo de un día había llevado una manzana, un pan del tamaño de media baguette, un tomate, una palta y dos botellas de medio litro de smoothie verde. Estas dos ya habían pasado a mejor vida, así que decidí comer medio sánguche solamente, ya que no tenía mucho hambre y comenzaba a prever grandes posibilidades de que esas provisiones fueran a ser, también, mi comida de la noche o del día siguiente. A la media hora retomamos la ruta, pero no pasaron más de diez minutos para encontrar el primer escollo difícil en serio.

Una pared a cada lado del río aseguraba que podíamos olvidarnos de pasar por ahí con el agua hasta las rodillas o hasta la cintura. Igual, la investigamos por un lado y por el otro pero no había caso, no había dónde pisar. Se intentó subir por una ladera pero al ser un derrumbe horroroso, rápidamente fue descartado por peligroso. Se intentó por acá, por allá. Se barajó la idea de desvestirnos y mandarnos con los equipos arriba de las manos, pero yo lo descarté de cuajo por miedo a mojar mi cámara. No le encontrábamos la vuelta mientras el tiempo pasaba. Y empecé a sugerir seriamente la idea de llegar hasta ahí y volver. Pero había mucha confianza en que el río volvería a abrirse más adelante donde podríamos recuperar el tiempo de atraso que teníamos. Finalmente a uno se le ocurrió usar la soga como medida de seguridad para rodear una roca. Así que la pasaron por detrás de un arbolito mientras un voluntario se quedó en malla solamente para intentar pasar, cosa que logró sin mayores problemas. Una vez ahí, bajó al agua y encontró que le pasaba apenas las rodillas solamente. Cruzó el siguiente y, con ambos en el río, fueron cargando las mochilas para el otro lado, mientras, los demás nos íbamos ayudando unos a otros para pasar. Nos agarrábamos de la piedra con una mano, de la soga con la otra (con un par de vueltas en la muñeca en mi caso), bajábamos un poquito por la piedra hasta acercarnos al agua y pisábamos mucho más abajo de lo que hubiéramos podido hacerlo sin la ayuda de la soga. Una vez ahí, pasábamos la soga del otro lado de la piedra y desde ahí nos ayudaba un compañero, que nos agarraba del brazo y nos ayudaba a dar un paso mucho más largo de lo que hubiéramos podido dar normalmente. No fue difícil. El único garrón fue cuando me tiré al agua pensando que llegaría a las rodillas sin tener en cuenta los veinte centímetros más corto que soy respecto al testigo que se tiró antes de mí. Es decir, me llegó justo hasta ahí. Qué frío!

Pasado el escollo seguimos bordeando el río, doblamos y vimos que todo mejoraba, que volvían a aparecer las costas. Ya no serían las viejas orillas de uno o dos metros sino paredes de las que podíamos ir agarrándonos y algunas pocas piedras donde pisar más cómodos y sin mojarnos de vez en cuando. Pero cincuenta metros más adelante, nuevamente, paredes y puras paredes, colgados, agarrados. Mojándonos las partes íntimas avanzamos y ante una nueva curva la cosa comenzó a empeorar, hasta que en una de ellas me llegó al ombligo, es decir, a la parte inferior de la mochila. Llevaba envuelto el lente largo así que zafó de que lo agarrara el agua, pero lo que sí se me terminó de inundar fue el humor. Pasamos agarrados a un tronco, pisando piedras imaginarias entre cauces mucho más potentes de lo que habíamos visto a ese momento. Quiero aclarar que el gran peligro era el de mojarse completamente no el de ahogarse ni nada cercano a eso. El mojarse completamente, en mi caso, era sinónimo de perder la mitad de mi equipo ya que tardaría mucho pero mucho tiempo para llegar a un lugar donde poder secarlo y limpiarlo adecuadamente, y eso solo me desesperaba. Superado este mal trecho y alcanzado el nuevo recodo nos planteamos nuevamente la posibilidad de subir y saltar el cañadón, ese largo cañadón en el que se había transformado el río. Pero ambas márgenes eran de altas paredes verticales o de largos, peligrosos e interminables derrumbes que tendrían entre cincuenta o setenta metros de altura y estaban absolutamente repletos de piedras sueltas.

De nuevo propuse detenernos y volver hasta donde habíamos almorzado. Haríamos un fuego y nos quedaríamos ahí para volver al día siguiente por donde habíamos venido. Esta vez tuve más apoyo pero no el suficiente, así que salieron a probar la nueva curva a ver cómo continuaba la cosa. Y que sí, que hay sol, que vayamos y se fueron yendo. Y esta vez también la zambullida fue grande sin mojar más de lo que ya había mojado y llegamos a ver los últimos rayos de sol pegando en el cañadón. Y ahí nos quedamos pensando, planeando, evaluando alternativas. Serían las seis y media de la tarde, habían transcurrido doce horas desde que habíamos salido, unas diez caminando y estábamos ahí, en el medio de un cañadón cerrado donde el caminar fuera del agua ya era algo del pasado hacía horas. Calentándonos al sol pudimos ver que unos cien metros más adelante, sobre la margen derecha, había una posibilidad para abandonar el río pues había una ladera en la que el bosque llegaba hasta abajo, es decir, era una subida de más o menos setenta metros pero que podía hacerse sin tanto problema ni corriendo riesgos innecesarios.

Estábamos hartos del agua, ya había sido demasiado. Mirando nuestros mapas calculábamos que no estaríamos muy lejos de la ruta, posiblemente unos cuatro o cinco kilómetros, si marchábamos en línea recta hacia el oeste. Pero eso lo veríamos una vez que estuviésemos arriba, por lo pronto el objetivo era subir y buscar una cumbre de piedra desde donde mirar y ubicarnos. Así fue como muchos sacaron su ropa seca de la mochila y como otros tantos nos quedamos empapados apechugando lo que se vendría ahora, ya que no sería otra cosa que caminar por el bosque con las botas, medias, calzones, pantalones, parte de la remera y del polar de abrigo absolutamente empapados.

Llenamos las botellas de agua y arrancó la subida, y con ella volvió el buen humor, finalmente habíamos dejado el horroroso, húmedo y frío río y nos manejábamos en un ambiente que conocíamos más, el bosque andino patagónico. Fuimos subiendo, despacio, constante, buscando caminos. Pero uno de los compañeros más grandes, sufría de un cansancio realmente extremo y eso fue estirando la subida ya que cada vez más se iba haciendo más lenta, muy lenta pues no podíamos dejar a nadie atrás por miedo a separarnos y perdernos. Faltaba poco para el atardecer así que le pedimos que caminara hasta las ocho, que se esforzara un poco más, que luego, ya oscuro, podría descansar una hora, pero que en ese momento nos convenía intentar alcanzar algún lugar donde pudiéramos prender un fuego y ver de paso cómo seguía el camino.

Pero nunca llegamos a ningún lado así. Anduvimos siempre dentro del bosque, éste era cada vez más cerrado y repleto de hojarasca, hojas, cañas secas y arbustos pequeños. Imposible prender el más mínimo fuego sin provocar un desastre. A las ocho en punto, se sentó y juró que no seguiría un paso más si no paraba a descansar al menos una hora. Así que eso hicimos, encontramos un sitio menos denso, con espacio suficiente para tirarnos los ocho sobre la hojarasca a descansar. Y fuimos sentándonos lentamente, acomodándonos, tapándonos con lo que teníamos. Algunos hicieron una cena frugal, yo preferí pasar. Había comido mi manzana en la subida y con eso podía estar bien por un rato. Realmente no tenía hambre, estaba más preocupado que hambriento. La caminata era muy lenta, y mientras se buscaba el camino, es decir, eligiendo por dónde pasar, era muy fácil perder el rumbo. Fue por eso que antes de que la noche se cerrara del todo apuntamos al sur según el atardecer, y tomamos como referencia una montaña que se veía no muy lejos, para no dudar la dirección cuando reanudásemos la marcha. Rápidamente quedamos en silencio, cada uno intentando pensar en otra cosa, intentando dormirse, intentando no tener frío.

Yo me acosté en uno de los bordes del grupo, lo único que pude hacer fue seguir los consejos que me habían dado, así que me saqué las botas y las medias húmedas, me sequé los pies y me puse el par de medias secas que había llevado. Originalmente había pensado cargar unas de ski muy abrigadas para ponerme en el auto cuando volviéramos a la tarde, pero luego me pareció una exageración para un viaje desde Villegas hasta El Bolsón, así que agarré unos zoquetes de media estación. Y eso fue lo que me puse y arriba unas bolsas de plástico para que no se me humedecieran los pies o las medias secas al contacto con el suelo o con el rocío. Colgué las otras medias de una rama que cruzaba por arriba mío, saqué las plantillas de las botas y di vuelta a estas últimas, con la esperanza de que perdieran al menos un poquito de humedad. Me puse un cuello de tela que llevo siempre por las dudas y me recosté. No tuve problema en el pecho y la espalda, ya que tenía el polar y el chaleco que, aunque no era muy abrigado alcanzaba. Gracias a Dios no sería una noche muy fría pero con eso sólo cubriría la parte superior del cuerpo; las piernas, en cambio, lentamente empezarían a enfriarse. Completé mis pantalones poniéndoles nuevamente la parte de abajo de las piernas pero siendo de una tela tan liviana ayudaba poco y nada. Las medias con las bolsas estaban bien pero no alcanzaba. Fue entonces que decidí tapar mis pies con hojarasca. De a poquito fui enterrando mis pies bajo la hojarasca más la que podía sumarle desde los costados con las manos. Como el plan era seguir viaje tranquilos y con linterna en una hora, no me daba para hacer mucho más. De a poco los pies fueron zafando pero seguían quedándome muy frías las piernas y la parte baja de la espalda que seguía empapada por las últimas mojadas. Recordé que en la mochila de fotografía suelo tener un envase de TetraPak abierto para reflejar la luz del sol cuando necesito modificar la luz de los sujetos pequeños, así que lo busqué y me lo puse debajo de la remera y el cinturón para que fuera eso lo que estuviera en contacto con mi cuerpo y no la ropa empapada. Por suerte sirvió y dejé de sufrir tanto frío en la espalda. Lentamente caí en un extraño letargo, cansadísimo por un día que había resultado agotador.

Múltiples sueños demasiado ridículos pasaron por mi cerebro aquella noche. Todos trataban de casas que aparecían cerca de donde estábamos haciendo el vivac o eran de ríos o de fogones… todas situaciones que nos sacarían de la situación en la que estábamos en ese momento, pero duraban poco pues los temblores de frío me «despertaban» de esos sueños que nunca creí tener más que estando semi despierto. Se hicieron las nueve de la noche y uno nos contó que le dolía mucho el tobillo, que suponía que se había jorobado algo. Y se hicieron las diez. Todos temblábamos, los que estaban secos y los que estábamos mojados, los que tenían más abrigo y los que tenían menos. De vez en cuando se escuchaba un ronquido o un intento de ablandar la situación, de amenizarla. Yo estaba demasiado cansado, rezando mantras y pidiendo ayuda para no enojarme mucho por no haberme puesto más firme y haber cedido, como siempre, por miedo a algo que no sé qué puede ser. Estaba seguro que terminaríamos así, no entiendo por qué no fui más firme en mis opiniones.

El gran problema de todo el asunto, aunque parezca mentira, no era el sueño ni el hambre, sino el no poder avisar a nuestras familias que estábamos bien, que no tenían que preocuparse, que se retrasaba la vuelta pero no por un problema grave sino porque no salió como creíamos que saldría. Eso nos comía la cabeza a casi todos. Algunos probaban para ver si tenían señal de celular. Yo no tengo señal en los límites de El Bolsón siquiera, así que no intenté hacerlo en el culo del mundo.

A las once me di vuelta, me acostaría del otro costado ya que el anterior se me había congelado. Sabía que sería más cómodo dormir boca arriba, pero no quería exponer tanto cuerpo al cielo. De costado y en posición fetal conservaría mejor el calor y eso hice y funcionó salvo en las piernas y en la cadera que quedaban expuestas. Y a las doce cambié nuevamente. Y estaba cagado de frío. Y por momentos temblaba. Y le pedía a Dios que le avisara a mi esposa que todo estaba bien, que no se preocupara, que ya llegaríamos mañana. Y a la una hicimos un té. Un calentador a gas, una pava llena de agua y un saquito de té. Para ocho. Estaba tan caliente que no podía tomarlo porque me quemaba, pero no podía quedármelo hasta que se enfriara un poco porque cagaba a los demás. Pero bueno, era algo. Dos de la mañana y entre sueños pensaba estrategias. No sabía exactamente dónde estábamos pero tenía un idea muy aproximada y no creo que le errara por más de quinientos metros a la redonda. Tenía guardado el último punto del río registrado en el celu y de ahí habíamos subido y caminado un poquito hacia el sudoeste, no demasiado. El problema era que el celular estaba con cincuenta por ciento de batería y que el gps del mismo, adentro del bosque, no funcionaba. Y dieron las tres y algunos de mis compañeros avisaron que ya no aguantaban más, demasiado frío, demasiado sueño, demasiado todo. Empezaríamos a caminar despacio, tranquilos, hacia el oeste, hacia la ruta. Para describírselos, si donde estábamos el río tuviera la forma de un arco de arquería, la ruta sería el cordón del arco. Nosotros nos encontrábamos dentro de ese medio óvalo así que si íbamos para el oeste encontraríamos la ruta, para el norte la ruta o el río y para el sur lo mismo. Así que podíamos perder el rumbo preciso pero a la larga no nos perderíamos tanto.

Volví a ponerme las botas mojadas con las medias empapadas. Temía humedecer las secas ya que la idea era volver a detenernos en una hora. Recogimos el equipaje y partimos. Prendí el celular, busqué la brújula y marqué el oeste. La luna había salido hacía dos horas pero recién en ese momento empezaba a verse sobre las montañas. Guiándonos con la luna y corrigiendo con la brújula de vez en cuando evitaríamos dar vueltas o errar demasiado el camino. O al menos eso creíamos ya que abrirse paso en un bosque cerrado de cañas no es tan simple. Por suerte había mucha caña muerta y las nuevas plantas todavía eran jóvenes, con lo que podían doblarse unas y quebrarse las otras, pero era un trabajo agotador. Cedí mi linterna al que iría en la punta y así fue como empezaron a abrir camino, lento pero constante, buscando direcciones no tan cerradas, esquivando árboles y buscando más. Desde el fondo intentábamos verificar el rumbo, guiándonos con la luna y de vez en cuando, con el celular para corregir aún más. Y así caminamos y caminamos. Recién a eso de las seis de la mañana hicimos un descanso. Y otro té lavado, pero caliente. Y seguimos camino. Los de la punta iban turnándose, como no soy de tener mucha fuerza en los brazos, preferí cargar la mochila del compañero al que le molestaba el tobillo, de esa forma lo alivianaría un poco y eso nos permitiría caminar durante más tiempo y un poco más rápido. En ningún momento descuidé la orientación, sabía que la única forma de llegar a la ruta era si no le errábamos a la dirección. Había retenido el mapa de relieves en mi cerebro y sabía como eran los accidentes que encontraríamos, sólo me faltaba comprender la escala. No sabía cómo medir distancias en el mapa ese y no podía tenerlo demasiado tiempo prendido porque agotaba rápidamente la batería. Estimábamos que serían cuatro kilómetros a vuelo de pájaro pero no podía calcular en qué parte de ese recorrido estábamos. Así que caminaríamos para el oeste, lo mejor que pudiéramos, pero siempre para el oeste. Y empezó a amanecer y seguíamos andando. Esperábamos utilizar la luz del día para ubicarnos pero no lo logramos, ya que todo el terreno era un gran cañaveral con algún que otro árbol de vez en cuando. Nuestra mirada no lograba ir más allá de los tres o cuatro metros que alcanzábamos a ver entre las cañas. No tengo idea cómo hacían los chicos para elegir el camino a abrir, creo que si me hubiera tocado ir adelante me hubiera puesto a llorar de la desesperación. El compañero con dolor venía lento, pero iba manejándolo. Se había vendado el tobillo que le molestaba, pero se bancaba el dolor e iba avanzando, lenta pero firmemente. Y salió el sol y comprobamos el rumbo, constantemente virábamos hacia el noroeste al buscar por dónde pasar el intrincado laberinto de cañas. Quedaba poca agua, casi nada ya pues la mayoría se había ido en los tés. En las paradas siempre aparecía una fruta para morder y recuperar un poco de energía. No puedo decir que tuviera hambre, realmente no. Sí tenía sed, aunque no era desesperante todavía. Y seguimos caminando y seguimos y seguimos. Y todo se veía igual y seguíamos sin saber a qué ritmo avanzábamos ni dónde estábamos exactamente porque seguíamos sin ver nada más allá de cinco metros. Y los ánimos empezaron a caer. El cansancio, la preocupación, el no poder medir el progreso si es que realmente lo había. Yo no estaba tan preocupado porque lo único que hacía era caminar, cargar la mochila de mi compañero y verificar constantemente la dirección que, aunque no no fuera muy exacta no la dejaba pasar del noroeste o del suroeste. Sentía que los de adelante me odiaban por corregirles el rumbo, pero sabía que era la única forma de no errarle y no sentirme perdido.

Y se hicieron las doce del mediodía y lo que creíamos que resolveríamos en tres o cuatro horas se alargaba. Ya llevábamos ocho horas y media caminando y no había novedades, no había indicios de la ruta. Hasta que llegó la bajada, y desde ahí, pudimos ver una montaña que algunos conocían y que estaba del otro lado de la ruta cuarenta. Pudimos confirmar que la dirección estaba bien, pero seguíamos sin poder calcular cuánto faltaba. Recuperamos el ánimo hasta que empezó una nueva subida. Decididamente esta bajada no era el comienzo del descenso a la ruta como habíamos supuesto. Ya era la una del mediodía cuando encontramos bosta de vaca. Sí, parece idiota, pero era algo. Aunque podía ser ganado cimarrón y que no anunciara necesariamente que hubiera pobladores por la zona. Así que seguimos, por un cañaveral muy cerrado, denso y agotador para los que iban abriendo camino. A eso de las tres, finalmente, logramos salir del cañaveral y los guías encontraron una senda. Sí, una senda hecha por el hombre. Con bosta de caballo y todo. No podíamos creerlo! Y la tomamos y la seguimos, ya que iba al oeste, como nosotros y ésta nos dejó a los cinco minutos en un corral. Ahí se bifurcaba en dos, se decidió entonces que dos iríamos a investigar en una dirección y otros dos por la opuesta, sin peso, para ver cuál convendría tomar. A mí me tocó investigar la que iba hacia el sur, pero rápidamente viró hacia el oeste y así fue, iba perfecta, abierta, directa, sólo que en subida, cuando yo creí que ya no habría subidas, pero mantenía sin dudar la dirección hacia el oeste. La seguimos durante diez minutos y nos convenció, así que volvimos con el grupo, les contamos y tomamos ese camino nuevamente. Ahí revivimos el placer de andar por una senda, donde se avanza muchísimo más rápido y sin más esfuerzo que el de caminar. La senda torcía un poco al sur pero sin dejar de ir siempre para el oeste. Caminábamos rápido, manteniendo la dirección oeste y sudoeste, subiendo y subiendo, parejo hasta que de pronto empezó a bajar. Y me ilusioné. Pero sólo llegamos a una pampa en la que se abrían tres sendas diferentes. Esta vez, la más pisada iba al sur, tirando al sudeste. Uno investigó esa y sí, iba abierta y linda, pero la dirección no nos servía, temíamos fuera a una zona de pasturas que habíamos visto horas antes a lo lejos, pero eso no era seguro, pues podría girar un poco más adelante y dar en la ruta, en la casa de un poblador y ser la indicada, aunque eso uno lo sabe sólo luego de andar largo rato por ella. Otro investigó la de la derecha, que iba al norte, tendiendo al oeste pero más bien norte. Más chica que la primera, menos usada, mucho menos. Yo quise ver la del oeste. Era la menos marcada de todas, pero me gustaba la dirección. No estaba cerrada pero tampoco era como la primera que habíamos agarrado ni como la que iba al sudeste esta vez. No me convencía que no estuviera tan abierta como la otra. La primera podría llevarnos a un poblador al que podríamos preguntarle cómo salir. Esta otra, seguro no nos llevaría a un poblador, pero avanzaríamos en dirección oeste con lo que deberíamos en algún momento cruzar la ruta. La del norte era la que menos me convencía porque podría meternos en el medio de la región nuevamente. Y los ánimos estaban por el piso, eran las cinco y veinte, nos quedaban tres horas de caminata como mucho hasta que estuviera totalmente oscuro, estábamos sin agua desde hacía cuatro horas más o menos y ya todos sin comida. No queríamos pasar otra noche a la intemperie. Hubo sugerencias de parar ahí, otras de ir para la izquierda o la derecha o lo que fuera. Y a mi se me empezó a caer el alma también, había estado confiado todo el día, sabía que llegaríamos pero empezaba a parecer que no sería así, que los kilómetros eran muchos más que lo que había supuesto o que habíamos avanzado mucho más lento de lo que habíamos esperado. Vi las caras de los chicos, sus cansancios, su desilusión. Y la que se empezaba a formar dentro mío. Pero no, yo sabía que hacia el oeste estaba la puta ruta y algún día tendría que aparecer, entonces les pedí que siguiéramos apostándole al oeste, sí, era una senda más chica, pero iba en la dirección que queríamos seguir. La caminaríamos un rato y si se cerraba volveríamos, o no, yo que sé. «Pero vamos ya, que se nos hace de noche», empecé a arengar junto a otro compañero.

Y arrancamos por la senda chica, algunos íbamos más rápido adelante, intentando ver qué pasaba antes que los demás caminaran demasiado por si había que volver. Desde la mañana venía con las dos mochilas, estaba cansado pero me pesaba más el hecho de no llegar tampoco ese día. La senda se iba cerrando, no mucho, pero cada vez era menos visible. Apareció un arroyo casi seco, el agua pasaba entre pisadas de vaca, no era aconsejable para tomar en una situación normal, pero no había otra opción, no había más agua. Cargamos un poquito, cinco minutos para dos centímetros de agua sucia. Algunos la lograron más limpia, yo no. Había pasado de mis cuatro litros diarios a trescientos centímetros cúbicos y caminando cargado todo el día. Me dolía la cabeza pero me cansé de intentar cargar agua sucia. Prefería seguir camino. Otros se quedaron juntando agua. La senda se cerraba pero no era difícil de seguir y, si lo era, dejábamos marcas. Y creímos escuchar un camión. O eso pareció. Pero no, era el viento, el viento pasando entre los árboles. Y no me extrañó, en el camino había creído ver como cinco casas, tres corrales y no sé cuántos sonidos de vehículos. Esto no era más que otro juego de mi imaginación. Y seguimos mientras la senda seguía cerrándose. Uno me dijo que sentía que la ruta estaba a la derecha, pero no se veía y yo no me quería desviar de la pequeña senda. Sabía que ésta no llegaría hasta la ruta ya que no recordaba haber visto jamás ninguna salida de senda a la ruta, pero imaginé que podríamos tener algún indicio de dónde estaba ésta y ya veríamos cómo bajar. Y seguimos. Y no dábamos más. Y de golpe un sonido sí pareció ser de un motor. Y otro. Pero no la veíamos. Hasta que uno gritó: «de acá veo la ruta!», creí que estaba cargándome pero me aseguró que no y fui a mirar y no la vi, pero le creí hasta que diez metros más adelante pude verla a lo lejos viniendo hacia donde estábamos nosotros. Me emocioné. Me relajé y festejé. Festejamos todos.

Rápidamente encaramos la bajada, no importaba cuánto tardásemos, ya que sí o sí llegaríamos, como se pudiera y a la hora que fuera. Decidimos que dos bajarían primeros, más rápido, con las llaves de los autos para ir caminando hasta Gendarmería a buscarlos, avisarles a las familias y venir a buscarnos al resto. Mientras, los demás, bajaríamos más despacio con el compañero al que el tobillo traía muy mal hacía rato ya y que no podía dar un paso más. Bajaríamos lentamente, buscando caminos más suaves, por los que él no sufriera tanto al pisar. Ya tenía claro que el problema no era el tobillo sino el talón y contaba que seguro había pasado algo porque el dolor que sentía al pisar era demasiado intenso. Y el descenso fue largo, lento y constante  durante dos horas. Yo no quería festejar en serio ni ilusionarme hasta no estar en la ruta, hasta no tocarla. La bajada era muy larga y compleja, y más aún a esta velocidad. Pero se fue haciendo, poco a poco y sin dudar. Recién a las ocho de la noche, del domingo, pudimos pisar la ruta cuarenta de vuelta. Habían pasado treinta y seis horas desde que la habíamos abandonado en la recta del Steffen y volvíamos a encontrarla luego de haber caminado doce horas el primer día y dieciocho el segundo. Finalmente habíamos llegado.

Epílogo
Nos quedamos en la ruta esperando que volvieran los que habían ido a buscar los vehículos, pero lo que apareció fue una camioneta de la policía. Imaginé que ellos les habrían avisado y los policías vinieron de onda, pero no, no era de onda. Teníamos que ir a la comisaría de Villegas para confirmar que habíamos vuelto todos. Subí a la caja, contento de estar de nuevo en zona civilizada y lejos de esa caña coligue horrorosa. En un auto de policía venía uno de los compañeros que habían bajado primero. Se subió en la camioneta con nosotros y nos contó que fueron caminando hasta gendarmería y que, al llegar, los habían recontracagado a pedos los gendarmes, los de parques nacionales, la policía y que además estaban nuestras mujeres en el puesto de Villegas!!
Lo que había pasado, según nos contó, fue que habían dado el parte de que estábamos desaparecidos, y por eso se habían movilizado las policías de El Bolsón y de Villegas, la gendarmería de El Bolsón y la de Villegas y también los guardaparques de la secciona de Villegas y de Lago Steffen. Nos decían que ya habían movilizado sesenta personas y un helicóptero que al día siguiente saldrían en nuestra búsqueda, así que tenían que cagarnos a pedos por si no nos había quedado claro que no estaba bien lo que habíamos hecho.
Y no me molestó demasiado porque sabía muy bien la gran mayoría de los errores que habíamos cometido, hacía varias horas ya que venía arrepintiéndome de ellos, no me hacía falta que más gente me los recordara. Por otro lado, la felicidad de haber podido volver, todavía era mucho más grande que cualquier idiotez de esas.

Todo el viaje había empezado con el relato de un paisano de un camping de la zona. Que el río se podía recorrer y que tardabas unas diez o doce horas en hacerlo. Y ese relato terminó de alimentar sueños que todos tuvimos en algún momento cuando conocimos esa bajada al río por primera vez.
Fue por eso que se planeó una jornada de día completo empezando muy temprano, para tener aire y llegar antes del anochecer. Ese era el plan, viaje de un día, veloces, livianos. Por eso habíamos cargado mochilas chicas, poca comida, la suficiente para un día de caminata. En eso uno de ellos fue más precavido que nosotros y llevó una soga, calentador, primeros auxilios, remedios y suficiente ropa seca para cambiarse.
Yo había pensado llevar un plumón para el arranque y para el final, para no morirme de frío, pero por no sumar peso decidí dejarlo. Creo que si lo hubiera llevado, seguro lo hubiera dejado en el auto para no arruinarlo, así que en el fondo mejor decisión fue llevar un chaleco que no me gusta tanto porque me animé a dejármelo puesto.

En este viaje aprendí que tengo que armarme un kit básico de supervivencia, que necesito una brújula de las viejas, las clásicas. El teléfono realmente nos salvó, pero fue un incordio el ir quedándome sin batería, lo que no me permitió entender dónde estábamos realmente. Tuve que ahorrar batería para no perder la única brújula que teníamos disponible. Una brújula clásica no tiene que ser tan grande y puede servir perfectamente. Mi linterna anduvo bien pero de casualidad, no había comprobado sus pilas antes de salir. No sé cómo no se agotaron.

Había visto en Chile mantas de supervivencia, algo así como pequeñas mantas con las que te cubrís en un caso de vivac improvisado. Me hubieran cambiado el descanso y son tan chicas que no pesan, ni molestan.
Tendría que haber insistido con la vuelta cuando todavía llegábamos. Creo que subestimé el amor propio de abandonar una empresa sin lograrla y que ésto solo puede llevar a la gente a negar cosas obvias.

Creo que, a pesar de haber estado harto del río, fue una terrible idea abandonarlo. Tendríamos que haber dormido en el río, en la costa hubiéramos podido hacer un buen fuego y tomar ese mismo camino de vuelta al día siguiente. Mi miedo si esta decisión se hubiera llevado a cabo es que estoy un noventa y cinco por cientos guro que al día siguiente hubieran querido seguir por el río pero para adelante.

No cuesta nada preparar un kit compacto de comida nutritiva: polen, chía  bayas de Moji, frutos secos, no sé, algo para el posible caso de emergencia y que no ocupe lugar mientras, aunque sigo creyendo que es mucho más importante tener agua.

Desde ya que fue un error no avisar. Nos contaron los gendarmes que sí nos habían visto estacionar los autos y nos vieron subirnos al micro. Es decir, estaban despiertos. Sólo les faltó salir a cagarnos a pedos, pero parece que no estaban taaaan despiertos.

El guardaparque nos cagó a pedos por entrar en un área restringida. Y nos hizo un acta de infracción por eso. Un área restringida sin ningún cartel prohibiendo bajar al río, hacer trek o lo que fuera. Juro que jamás lo habría imaginado.

Lo que sí me encantaría resolver es el tema de la comunicación. Sé que existen teléfonos satelitales pero todo el mundo me dice que son prohibitivamente caros. No sé si hay algo para radio aficionados que pueda ser transportado y que tenga un tamaño razonable. Si alguno sabe algo, lo invito a contarme o darme datos para poder averiguar un poco más. No porque intente repetir la aventura, realmente no tengo ninguna gana de hacerlo, sino porque muchas veces estoy solo fotografiando o viajando distancias más allá de las conexiones celulares (léase, saliendo de los pueblos).
Pienso que en este caso en particular el gran problema fue no poder avisar a las familias que estaba todo bien y que podían quedarse tranquilos. Creo que sólo con eso, el gustito final hubiera sido diferente.

Si llegaste hasta acá, gracias por leer. Si no llegaste, no importa, jamás te enterarás.

abrazo.

Publicado por Leo Ridano

Humano, peregrino y fotógrafo. Buscador, creyente e idealista. Y cuando da, escritor.

10 comentarios sobre “Exploración del Río Villegas o cómo mandarse mil cagadas una atrás de otra

  1. Si que llegué hasta el final, me cago en diez!!! Joder, me tuviste en vilo hasta el final. No podía quedarme sin saber si estabas vivo. Espero que no repitas esto pibe, ni sin ni con brújula antigua ni con celu satelital o lo que sea.
    Bueno, aguántate el rapapolvo, uno mas, porque te habrán llovido unos cuantos, jaja
    Me rio de nervios. OMMMMMM
    Muy bueno el relato, hasta tuve frio …
    Besos

  2. La pucha!!! parece mentira que con taaaantos adelantos tecnológicos nos alejamos diez minutos de nuestras casas y ya no podemos comunicarnos con nadie….
    Me encantó el relato…. y apropósito…. para cuando las «Memorias de un fotógrafo y aventurero en la Patagonia»? jaja
    abrazo y gracias!!!!

    1. Hola Gastón! Mirá, en sí hay cosas que pueden ayudar, el tema es que al ser satelitales uno depende de los abonos yankees y los precios ahí no son joda. Y admito que el laburo de fotógrafo no está dando tanto resto, vio?
      Estas son las memorias, che! jeje
      que querés? libro impreso?

      1. impreso es muy caro … aun…. pero en algún momento.. (futuro) x ahí podemos hacer circular algún compilado un pdf, o algo así… ya sé que esas cosas llevan tiempo y tiempo no nos sobra… peeeeero.
        abrazo.

  3. Leo:
    Tu viejo me hizo llegar este texto y me hizo recordar otro tuyo del Camino de Santiago… tan real que yo también sentí frío.
    Una vez nos paso algo parecido en el Creta de Gallo, en que habíamos salido a una excursión de un día y nos agarró la lluvia… y el maldito sotobosque con las cañas que no solo no te dejan avanzar porque te enganchan la mochila sino porque te tapan el horizonte y no te dejan ver. Y si agarrás por donde no hay cañas es porque hay derrumbes… mamita! Y encima cuidando el teleobjetivo. La fotografía en estas circunstancias es una profesión de riesgo.
    Electrizante relato.
    Abrazo.
    Eduardo.

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